Resurrección y reencarnación
Por John Hick (1922-2012)
(Traducción del inglés: Saúl Botero-Restrepo)
Encuentro
en extremo interesante lo que expone John Polkinghorne en la revista Reform de marzo, especialmente en lo que
dice acerca de la resurrección. Él cree no solo en que Jesús resucitó en forma
corporal, sino que nosotros también resucitaremos corporalmente. Afirma que en alguna forma el alma debe tener, en un
elaborado y extraordinario sentido, acceso a la información referente a las
estructuras del cuerpo, que desde luego, se disuelve en la muerte. Pero Dios lo
recuerda, y lo recorporizará cuando resucite. Esta será la continuidad entre la
vida de este mundo y la del mundo futuro. O como dice en otro lugar, el
alma tiene una fórmula o código que expresa toda su naturaleza y estructura, y
esta fórmula es recorporizada como un cuerpo de resurrección en un mundo de
resurrección.
Esta es una idea fascinante. Va más allá de la
creencia de los teólogos del proceso, de que después de la muerte, todos
nosotros existiremos en la memoria divina, pues agrega que Dios usa tal memoria
recorporizarnos, lo que está mucho más cerca de la creencia cristiana
tradicional. Y no es muy diferente de la teoría de la “réplica”, que yo mismo
he propuesto.
Me parece, sin embargo, que hay un problema. Algunas
personas mueren en la infancia, otros en la temprana edad adulta, otros en la madurez
y la mayoría en la vejez. Pero cualquiera que sea la edad, la información,
código o fórmula, estos serán los de la persona en esas condiciones. Así una
mujer de ochenta que muere de cáncer, resucitada sería la misma mujer que
muere de cáncer a los ochenta. Y así todos. Pero no es esto lo que Polkinghorne
quiere decir. ¿Entonces en nuestro estado de resurrección seremos curados de
todas las enfermedades y convertidos súbitamente a una edad ideal, mayor o
menor? Esto no tiene duda, pero complica la teoría, me parece, hasta el punto
de que deja de ser atractiva o aceptable.
La antigua idea de que después de la muerte iremos
al cielo o al infierno es aún menos aceptable, pues al final de esta vida,
pocos, si los hay, serán lo suficientemente buenos como para ir al cielo o tan
malos para ir al infierno. Casi todos necesitaremos desarrollarnos y cambiar,
lo que significa tener que vivir más. Y ello deberá ser en un estado corporal,
en el que interactuemos mutuamente, tomando decisiones morales y haciéndonos
mejores (o peores). Esto parece requerir una vida finita, con los límites del
nacimiento y la muerte, pues son estas fronteras las que dan a la vida seriedad
y urgencia. A causa de esta finitud de la vida, debemos hacer lo que tenemos
que hacer, pues no hemos de vivir para siempre.
Pero tampoco esa vida será suficiente para la
mayoría de nosotros. Esto sugiere una serie de vidas finitas, cada una de las
cuales comienza moral y espiritualmente en donde ha terminado la anterior. En
otras palabras, una forma de reencarnación, de recorporización, o efectivamente
una múltiple resurrección.
En este aspecto, es una sabia distinción la que
hace el budismo entre el yo empírico, que es, por una parte, la superficie
consciente del ego, y por otra, una realidad más profunda en nosotros, que
llamamos alma. Ellos la conciben como una onda kármica continua, y en ella se
expresa nuestra misma naturaleza fundamental. Actitudes como la tendencia a ser
compasivo, generoso e indulgente, u hosco, codicioso y resentido, o estar
abierto o cerrado al misterio divino, pueden expresarse en muchos yoes empíricos
y en diversos contextos históricos y culturales. Estas vidas pueden ser vividas
o encarnadas, digamos en un campesino palestino del siglo II a. de C., o en una
abogada británica del siglo XX. En estas circunstancias extremadamente
diferentes, la misma estructura básica disposicional puede dar como resultado
vidas muy diferentes. Sin embargo, no debemos concebir el alma, nuestra
naturaleza más básica, como fija e inmutable. Por el contrario, como el yo
empírico, ella cambia en cierta medida al responder a las tareas y experiencias
de la vida. Para nuestro actual propósito, la distinción principal es que
mientras que nuestro yo empírico solo puede ser descrito en términos de un
contexto histórico-cultural particular, nuestra naturaleza básica o alma puede
ser descrita independientemente de las formas en las que sus rasgos básicos se
expresan en circunstancias particulares.
¿En dónde tienen lugar estas reencarnaciones? No
necesariamente siempre en este mundo, pues todos sabemos que puede haber muchos
mundos, planetas de otras estrellas o en otras galaxias, en los cuales la vida
es vivida en otras circunstancias. En la medida en que las personas interactúan
mutuamente, tomando decisiones morales y respondiendo (consciente o
inconscientemente) a la realidad divina universal, estas pueden servir como
entornos para el crecimiento del alma.
Esto significa que tenemos que aceptar la
mortalidad de nuestro yo empírico. Debemos pensar como si fuéramos corredores
en una carrera de relevos: En este momento llevamos la antorcha, y tenemos la
responsabilidad de hacer nuestro yo empírico profundo mejor o peor de lo que
será el futuro yo empírico. En otras palabras, debemos estar preparados para
morir, de tal manera que otro, corporizando el mismo yo profundo o alma, pueda
vivir en el futuro. Esto requiere nada menos que superar nuestro natural estar
centrados en nosotros. ¿Pero es esto compatible con la enseñanza cristiana
ortodoxa? No, si esta es inmutable e incapaz de de desarrollo. Pero de hecho
siempre se ha desarrollado, por ejemplo, con el cambio de forma de la doctrina
de la expiación (1). Y la múltiple resurrección es un nuevo desarrollo. Esta
acepta el principio de la resurrección corporal, pero lo extiende para
permitir, en una forma realista, el posterior desarrollo moral y espiritual más
allá de esta corta vida. Y también acepta el profundo principio cristiano de la
entrega total a Dios y de la confianza solamente en Él.
(1) Posición desarrollada por algunos teólogos
reformados, que no es la de todas las iglesias (NT)
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